domingo, 23 de septiembre de 2007

Año 2000, Matías Ayala (Santiago: Beuvedráis Editores, 2006)






No deja de ser interesante el lugar que ocupa Ayala en la relación de los hechos que a todos nos preocupan, ya que, quiérase o no, es medianamente protagonista de una parte de la historia chilena, aunque de manera vicaria. Proveniente de un sector representativo de la derecha pinochetista, aunque el adjetivo aplicado a mansalva no dé cuenta de todos los matices incluidos en tal asociación política, Ayala no puede eludir (ni al parecer, quiere) una extracción de clase que en este libro se torna particular punto de hablada. Punto de partida, entendámonos, no meta ni puerto que determine la escritura del libro.
Y es que el tema del libro, de existir así, como si fuera algo independiente de los otros componentes del conjunto, salta a la vista a los ojos del lector, quien asiste a un muy interesante deslinde de esa cuna que no le pesa al hablante. La reconoce, eso sí, como parte de su background, pero la familia al fin y al cabo no se elige. Tampoco hay un mea culpa que intente pagar pecados ajenos. Año dos mil sólo habla de aquellos que no tuvieron ni arte ni parte en una pelea donde otros fueron los protagonistas, pero a cuyos descendientes les toca vivir las consecuencias.
Digámoslo de inmediato, antes de la acusación “de no hablar de los poemas”: la potencia de este libro proviene de la combinación peculiar e irrepetible de unas imágenes tremendamente elocuentes (“fue la alegoría/ “de un ángel rompiendo las cadenas”/en una moneda de diez pesos”), en medio de la textualización, no exenta de dramatismo, de los referentes históricos que hacen de este libro uno tan singular y necesario de leer. Ahora bien, el cómo de este libro se engarza por fortuna con el qué: en ese poema clave para su lectura que es “Asunto de historia”, Ayala recurre a ciertas astucias que dan cuenta al mismo tiempo de la construcción del poema y del contenido del mismo, a saber: la pre-eminencia del silencio, el tono elusivo para contarnos una historia de la que quiere pero no puede hablar, a costa de ponerse al margen a los grupos sociales a los que pertenece. El autor es lo bastante explícito cuando en dos líneas nos dice

Me refiero a eso, a exactamente eso
que no puede decir ¿entiende?

Lo que Ayala no puede decir o no nos puede decir de manera explícita, es un algo que al final termina diciéndolo con los rodeos verbales en que consiste el libro. Casi podríamos decir que este libro habla por sus silencios, que lo no dicho es casi tan importante como lo allí escrito. Grínor Rojo (1987) dice, acerca de su propia escritura crítica y ensayística, que le interesan en la misma medida lo que el libro está dispuesto a decir como aquello que cae bajo el velo de sus represiones, voluntarias e involuntarias.
Eduardo Chirinos, por su parte, llama la atención, en su libro La morada del silencio (1998), acerca de la doble condición del poema como fracaso y consagración del lenguaje. Se detalla allí la imagen cervantina del prologuista del Quijote, aquel Cervantes fictivo que pluma en mano se enfrenta al problema de cómo escribir unas palabras introductorias a las historias del caballero manchego. Vemos o leemos allí, a través de la palabra escrita, el conflicto del escritor que no puede escribir, el lenguaje retratando su propio triunfo que es su fracaso.
Chirinos ejemplifica esta doble condición a través de ciertos poemas que dramatizan su escritura, que hacen del acto de escribir y de su (im)probable fracaso la materia de sí mismos. Uno de ellos es de Emilio Adolfo Westphalen, titulado “Poema inútil”:

Empeño manco este esforzarse en juntar palabras
Que no se parecen ni a la cascada ni al remanso,
Que menos transmiten el ajetreo del vivir.

Tal vez consiguen una máscara informe,
Sonriente complacida a todo hálito de dolor,
Inerte al desgarramiento de la pasión.

Con frases en tropel no llegan a simular
Victorias jubilosas de la sangre
O la quietud del agua sobre el suicida.

Nada dicen tampoco de la danza de amor y odio,
Alborotada, aplacada, extinta,
Ni del sueño que se ahoga, arrastrado
Por marejadas de sospecha y olvido.

Qué será el poema sino un espejo de feria,
Un espejismo lunar, una cáscara desmenuzable,
La torre falsa más triste y despreciable.

Se consume en el fuego de su impaciencia
Para dejar vestigios de silencio como única nostalgia,
Y un rubor de inexistente no exento de culpa.

Qué será el poema sino castillo derrumbado antes de erigido,
Inocua obra de escribano o poetastro diligente,
Una sombra que no se atreve a aniquilarse a sí misma.

Si al menos el sol, incorrupto e insaciable,
Pudiera animarlo a la vida,
Como cuando se oculta tras un rostro humano,
Los ojos abiertos y ciegos para siempre.

Este poema le recuerda a Chirinos el dictamen de Javier Sologuren, para quien “toda subversión contra la palabra implica la vigencia del poder de la palabra”, subversión que sólo alcanza su plenitud a través del silencio. Igual cosa podríamos decir entonces del dilema de Ayala, su intento de elidir el fondo del asunto lo lleva de retorno al mismo. El contrapunteo entre presente y pasado que se plantea en “Asunto de historia”, no oculta su intención de trazar un continuum en el proceso histórico de Chile, en el que los elementos de la ecuación se asimilan a un patrón de exclusiones en el que sólo varía el nombre de los excluidos.
El subtexto de este poema es, parece evidente, el golpe de estado de 1973 y las relaciones de clase subyacentes a él, pero creo que hay más: es toda la historia de Chile la que se comienza a analizar, retrospectivamente, a partir de una nueva mirada. Aunque sea una falsa analogía que oculta las especificidades de cada caso histórico en particular, la comparación entre la figura de Inés de Suárez y las cabezas rodantes de los caciques mapuches besando la tierra de la Plaza de Armas, da paso para que leamos este antagonismo como uno de cuño similar al que afectara a Chile como país durante el gobierno de la Unidad Popular, pero también durante toda su historia. Es casi como si el Golpe fuera la metáfora perfecta de lo que significa Chile como nación, o como idea de nación: un francés llegó a decir, según cita Armando Uribe Arce (2001), que las instituciones jurídicas chilenas son la mayor creación estética de la clase dominante en Chile. Esto apunta a la idea de que la historia chilena –y sus superestructuras ideológicas, para usar un concepto marxista más o menos añejo, pero más o menos útil todavía- es un largo proceso de justificación de las clases dominantes, una justificación de la violencia ejercida por éstas para mantenerse al control de la nación: una violencia que se quiere legítima. Dice Uribe –en una tesis muy semejante a la de Alfredo Jocelyn-Holt (1998)- que en Pinochet y el golpe militar por él encabezado, se concretiza toda esa violencia previa al mismo Pinochet, esa irracionalidad que él sólo encarna pero lo precede. Y, sin embargo, esta se desata a partir del Once, con toda la carga histórica que ella acumulara, dándole rienda suelta a un inconsciente chileno de muy, pero de muy larga data. Atrocidades intermitentes en la historia prontuarial chilena, en especial en contra de sindicatos y algunos partidos políticos, lo que lleva a Jocelyn-Holt a plantearse una tesis que tiene algo de un bofetazo a las ilusiones civilistas y democráticas, una mirada que en lo central señala que estas atrocidades no son, en realidad, tan intermitentes y que en consecuencia nuestro supuestamente arraigado respeto de las instituciones democráticas no es ni ha sido tal, por lo que el Golpe de Estado y la subsecuente dictadura ya no pueden ser vistos ni entendidos como un paréntesis de nuestro impoluta historia política, sino como su conclusión y expresión más acabadas.
Todo esto tal vez nos ayude entonces a explicarnos la poética cautelosa de Ayala y su renuencia a tomar partido en una realidad como la de hoy donde casi dan lo mismo los partidos (los que están en el Congreso forman parte del pacto de la transición, los que están fuera del Congreso han sido por ley expoliados de su representación parlamentaria, por escasa que esta fuera) y en la que el interregno histórico invita por sobre todo a la privatización de los discursos. La tesis en consecuencia que manejamos en esta reseña es que entendemos la ambivalencia formal de Año dos mil como una reacción simbólica y escritural ante la ambivalencia política e ideológica respecto a los conflictos no resueltos de la realidad chilena en los que se ve envuelta la escritura del libro. Cuando en “Asunto de fechas”, poema que de alguna manera continua “Asunto de historia”, el hablante señala que

Para mí, el año ’73 se encuentra escindido
entre la historia y mi cédula de identidad,
entre un martes once de septiembre
y el diez de octubre, fecha de mi nacimiento.


La escisión de la que habla refiere, nos parece al menos, tanto al cuerpo social que se ha hecho pedazos a partir de las políticas del terror de los cuerpos de seguridad, primero, de la dictadura, y de la implementación a ultranza del neoliberalismo después, así como a la multiplicación de las estrategias escriturales a las que recurre el poeta Ayala, valiéndose de traducciones, ékfrasis y textos de su propia “autoría” (este concepto, absolutamente entrecomillado) para darle forma al conjunto. En la presentación oficial del libro, Felipe Cussen (2006) reseñaba el uso de “elegías, églogas, ékfrasis, estribillos y epitafios”, de entre la galería retórica de Ayala. Que buena parte de estos textos, como por ejemplo, las dos traducciones aquí incluidas, refieran para su concreción a otros textos previos, convierte a los poemas de Año dos mil en una escritura, por llamarla de alguna manera, secundaria, vicaria si se quiere, como el protagonismo histórico del que hiciéramos mención al principio de esta reseña. El mismo hablante se refiere a su oficio como una suerte de vicio, un arte impopular o un “ejercicio perpetuado en la sobra,/ a la sombra de la historia”. Esta degradación de la palabra poética, sumado a las imposibilidades expresivas que el mismo hablante reconoce desde un principio, emparentan estos textos con el rastro de Enrique Lihn, homenajeado en uno de los poemas de este volumen. Más que el reconocimiento público contenido en la “Elegía a E.L.”, lo que nos interesa es cómo allí también se dejan ver temas claves para leer este libro, a saber: la idea de la poesía como “un ritual vacío/y trascendente por partes iguales”. Volvemos a reiterar aquí, a partir de la presencia del autor de Pena de extrañamiento y la sospecha que su figura implica ante toda clase de discursos, la tesis de la correspondencia entre el carácter formalmente multívoco de este libro y la dispersión social e ideológica que lo ve nacer. El ritual vacío de la palabra poética es un sinónimo del silencio que la rodea, a la vez que testimonio de la superación de éste. Ritual de un monólogo intransitivo que sabe ir más allá de sí mismo. El silencio, en consecuencia, no es gratuito, sino una resultante (in)directa de las condiciones de producción de este libro. Subyace a estas preocupaciones históricas, no como una razón de fondo, sino que asociadas a ellas, un conflicto de filiaciones colectivas que deviene en afiliaciones tan coyunturales como provisorias. Me explico: Edward Said (1983) ubica en el Modernism la primera crisis concreta de las relaciones de filiación, específicamente aquellas referidas a la reproducción misma de la especie humana. Y nos recuerda que la esterilidad es uno de los temas predilectos del primer Eliot. Ulises y La muerte en Venecia serían otros tantos ejemplos del fracaso del aliento generativo humano. Pero la incapacidad de lograr estas identificaciones primarias implica su necesario reemplazo por otras formas de participación colectiva, sustitutivas de aquellas que ya no encuentran en una sociedad cuya profunda secularización ha hecho de todo lazo una unión cuya fragilidad es sostenida antes por la tradición y la inercia que por el voluntario acuerdo de sus participantes. De esto, en el fondo, creemos que se trata el libro de Matías Ayala, este sería, en última instancia, el tema de Año dos mil. De qué otra cosa si no habla el poema que le da título al conjunto y que no por nada abre toda la serie. Año dos mil nos cuenta de los juegos más o menos violentos que hermanos y primos de una misma familia –suponemos, numerosa-, a través de los cuales cimentaban una relación reputada dentro de la ficción familiar (de otro modo el esquema no podría sostenerse a sí mismo) como permanente o cuando menos de largo aliento. Sin embargo, más temprano que tarde esas relaciones caerán por su propio peso en cuanto los participantes alcancen una cierta madurez, toma de conciencia, o si se quiere: hagan ingreso en la Historia, señalada fatídicamente en este caso por la llegada del Año Nuevo del 2000. El libro, en consecuencia, se presentará a sí mismo como la búsqueda contumaz de unas relaciones de afiliación que logren una compensación suficiente de los lazos iniciales perdidos. De ahí que el silencio del que hemos venido hablando sea el problemático precio a pagar por seguir perteneciendo, tornando insostenibles esas relaciones de filiación que ahora deben imperiosamente ser reemplazadas.
Ahora bien, agrega Said, estas relaciones de afiliación intentarán constituirse en un nuevo sistema, en la medida en que intentan subsanar una pérdida a través de la participación política, religiosa o incluso a través de una visión compartida de mundo: y este nuevo sistema cultural que termina constituyéndose y al que pueden intentar adherirse escritores conservadores o progresistas, este sistema lo que busca es restituir vestigios de la antigua autoridad asociada con el orden afiliativo.
De esta manera –involuntaria, por cierto- el libro de Ayala parece como la contracara de otras escrituras de cuño políticamente diferente, pero igualmente empeñadas en lograr ámbitos de participación a través sistemas de afiliación que reemplacen la autoridad perdida: ya sea el padre desaparecido por causa de la represión política, ya sea a través de la descomposición de los modelos y los roles tradicionales de familia, lo que ha abierto la posibilidad para espacios antes denegados como formas legitimadas de socialización, ya sea con la precarización de la vida cotidiana producto de la aplicación de ciertas políticas neoliberales. La escritura de Yuri Pérez, por ejemplo, quien ha proletarizado su decir en la medida en que intenta una re-presentación del universo poblacional santiaguino, encarnado en su Santo Bernardo, trasunto literario de su terruño sanbernardino. O el desamparo que trasuntan libros como Groggy (2003), de Héctor Figueroa, cuyo desaliento vital parece una reacción simbólica ante el caos urbano, con el que el hablante termina identificándose antes como una estrategia de asimilación y defensa, que como una genuina participación “cívica”.
Creo que Matías Ayala alumbra territorios insospechados de la poesía chilena que viene produciéndose a partir de los ‘90s. Su renuencia a simplificar la vasta gama de grises que pueblan el panorama societal chilensis y la representación citadina como una zona de exclusión en tanto figura retórica y no una falaz reproducción naturalista, entre otros argumentos que excederían el espacio de este artículo, hacen, en buenas cuentas, de este el segundo libro de Ayala una parada necesaria en el recorrido por nuestra poesía más contemporánea.


BIBLIOGRAFÍA


Ayala, Matías. Año dos mil. Santiago: Beuvedráis, 2006
Chirinos, Eduardo. La morada del silencio. Ciudad de México: FCE, 1998.
Rojo, Grínor. Crítica del exilio. Santiago: Pehuén, 1987.
Said, Edward. The World, the text and the critic. Cambridge: Harvard University Press, 1983.
Uribe Arce, Armando. El fantasma de la sinrazón & El secreto de la poesía. Santiago: Beuvedráis, 2001.

lunes, 28 de mayo de 2007

NATURALISMO (Francisco Leal, Cuarto Propio, 2006, Stgo. de Chile)




El reemplazo de un gran angular por un teleobjetivo, la posibilidad de enfocar el lente para que el detalle logre protagonismo. He ahí la técnica a la que recurre Francisco Leal (Santiago, 1977), para elaborar el que es su tercer o segundo libro, depende de cómo se mire.
Leal, que estudió Literatura en la Católica y hoy en día está terminando, si es que no lo ha terminado ya, un doctorado en el mismo tema pero en la Universidad de Seattle en St. Louis, esta última la ciudad donde también vive en un barrio que se podría llamar bohemio para los estándares poco afectos al libertinaje en el Midwest norteamericano, Leal, decíamos, publicó con anterioridad un primer libro titulado Vecindario (2003, Ril Editores), al cual lo sigue Insectos (Artefato, 2005, Montevideo, Uruguay), pero he aquí un punto importante a señalar: Leal incluye este libro en la edición de Naturalismo, pero su inclusión es, por decirlo así, problemática.
El libro del 2005 ha sido “repartido” a todo lo largo de Naturalismo, modificando su índice original para formar parte ahora de un conjunto mayor.
Puestos así, estos poemas entran en relación con nuevos poemas pero sin perder su naturaleza. El índice de Insectos simulaba un ordenamiento alfabético que en última instancia se demostraba falso , como si se tratara de una taxonomía científica pero imprecisa, minuciosa y vaga al mismo tiempo. Esos insectos que se cuelan siempre en aquellos poemas, que se meten incluso a la mala, ahora están al lado de otros textos con los que sin embargo comparten una voluntad autorial –que no es lo mismo que un “estilo”-, gracias a la cual conforman el todo armónico que es Naturalismo.
Podríamos sugerir entonces que lo que hace Leal en este libro es coger el guante arrojado por Guillermo Sucre hace ya más de treinta años en La máscara, la transparencia, cuando el ensayista venezolano señalaba el cambio en el paradigma sufrido por la poesía latinoamericana, que abandonaba el tono de inventario propuesto por el adanismo del Canto general de Neruda, para abrigar un tono menos teleológico, menos enfático y no asociado con lo que Miguel Gomes llama “la entronización de espacios de representación lefebvreanos que soslayan la artificialidad o, mejor dicho, la convencionalidad del signo lingüístico, cayendo en las manipulaciones de ciertas representaciones del espacio” . Es más: pareciera que la escritura de Leal se basa en un gesto paródico, en un engañoso gesto descriptivo, cuyos detalles, amplificados por ese teleobjetivo mencionado en un principio, se nos revelan como el reverso grotesco de una realidad taked for granted, no cuestionada, dada por hecha de antemano.
Naturalismo está dividido en cinco partes: “Asilo”, “Cuadros y costumbres”, “Insectos”, “Laboratorio” y, finalmente, “Lujuria”. Cada una de ellas ejes temáticos que sin embargo son indiscernibles si reparamos en el diseño que hay detrás de ellos. La descripción que recorre de punta a punta a este libro termina por convertir todos estos poemas en un solo poema: variaciones no sobre un tema, sino sobre o alrededor de las infinitas posibilidades de una escritura. Ya sea que hable de una ventana, del adentro y del afuera de la ventana, o de un par de guantes o una esquina o un poema sobre el estilo: pareciera que siempre estos textos remiten a sí mismos, pareciera que hubieran creado un mundo autosuficiente que, pese a esto –o tal vez gracias a ello-, nos parece irremediablemente familiar; la desfamiliarización de la mirada nos lleva de vuelta a lo conocido: lo que al parecer no estaba (antes de que el poema lo pusiera delante de nuestros ojos), siempre ha estado ahí.
No creemos entonces que Gwen Kirkpatrick esté muy descaminada al señalar, en la contraportada de este volumen, que este libro podría llamarse “Modos de ver: el vértigo de lo cercano. (…) Al enfocarse en el detalle (de allí el “Naturalismo”) se percibe el alucinante perfil de lo cotidiano: de la luciérnaga-cigarrillo, la fotocopiadora que escupe páginas, la película muda y multicolor de la secadora”. Si algún poder tiene entonces la poesía, no es otro que el de dejarnos locos. Si el lenguaje ha sido sacado de su uso cotidiano para recobrar sus valores (ya volveremos sobre ello), también nuestra mirada ha perdido su horizonte. Así, por ejemplo, en el poema “Ventana”, que mencionáramos en el párrafo anterior. Dividido entre un Adentro y un Afuera, en ambas estrofas asistimos al registro ¿neutro? de una mirada. Pero es esa neutralidad la que debiera llamarnos la atención. En la primera estrofa, un procedimiento químico cuyo centro parece ser la palabra precisión, describe lo que hace una mano enguantada en un laboratorio (abundan los guantes en este libro); luego, en la estrofa titulada Afuera, una bandada de pájaros picotean la tierra en busca de gusanos. Estos últimos, caracterizados como viscosos –léase pegajosos-, parecen el contrapunto necesario del ámbito impoluto de la ciencia. Ese cara y sello se trasunta a lo largo de todo el libro, puesto que si las líneas del tubo transparente de la primera estrofa son tan negras como el plumaje de los pájaros en la segunda, la irrupción de los gusanos y su viscosidad interrumpe la mirada paisajística –el afuera- para hacerla contrastar con el close-up hacia esa naturaleza que dista mucho de ser paradisíaca.
Otro ejemplo: “Espécimen” (p. 114), donde nuevamente una mano enguantada –¿profilaxis del tacto, distancia del ojo que observa?- trabaja en la minuciosa disecación de una especie animal, que ofrece como contrapunto la prolijidad de un albañil montado en un andamio (imposible no acordarse de Jaime Lizama, también de Oppen y sus nobles secuaces santiaguinos), quien trabaja –son palabras del hablante- con precisión y secreta delicadeza. Una vez más el mundo natural es sinónimo de la muerte, es sujeto de clasificación y análisis, en tanto la construcción humana, aquella resultante de la historia y el artificio, parece convocar la simpatía del lector al retratar a ese obrero, solitario en su andamio, dedicando toda su atención al oficio que tiene por tarea. Pero no se trata tampoco de idealizar este retrato, puesto que si el albañil es el foco de atención para el lector, su imagen literalmente pende “sobre el vértigo de la ciudad”, otro producto de la historia y el artificio humanos. Pero ojo: la mano que, enguantada, le da los últimos retoques al cadáver disecado del ave, lo hace precisamente con la misma precisión y secreta delicadeza con que trabaja el albañil: en ambos casos, la mano humana interviene el paisaje (el primero, sobre un edificio en ruinas, el segundo en una fauna fosilizada) pero con un resultado similar y poco feliz en ambos casos.
Estos argumentos se corroboran echando una rápida mirada a otros poemas: “Estante” (p.112), por ejemplo, o el sugerentemente titulado “Guantes” (p. 110) y, en la misma vena, “Mancha” (p. 94). Si el primero de ellos también se detiene en la implícita comparación entre un ejemplar disecado y un bisturí que –suponemos, porque nada se hace evidente- tuvo parte en tal proceso, “Guantes” podría ser perfectamente su prefacio. Aquí se nos muestra, casi sin ningún otro adjetivo que el de “fantasmal”, lo cual define el tono de este texto, una pinza de metal, (nuevamente) un bisturí y otro par de guantes blancos, pero con un detalle que los individualiza ante los ojos del lector: sacados a la rápida, aun mantienen la forma de los dedos y, más importante aún, “sutiles manchas de sangre/seca en las yemas”. Si bien aquí no hay de manera expresa mención del mundo natural, es más o menos evidente que la sangre seca ocupa el lugar de lo único con rastros de vida, en oposición a todo aquello que figura como fantasmal, aun cuando el adjetivo también le venga al calce en la medida en que está seca, momificada si se quiere, estampada allí en los guantes.
Por todo lo anterior es que nos parece que “Mancha” sintetiza, en la brevedad de su propuesta, una especie de poética de todo el conjunto, i.e., al intervenir la constitución misma del libro con ese cuerpo extraño, ese insecto aplastado que –en su infinita distancia con la elaboración cultural que supone el libro- no es más que una argamasa aplastada, una mezcla adúltera de alas transparentes y una masa corporal que ahora sólo es una mancha, pareciera que ésta también forma parte de la escritura, pareciera que en su materialidad ineludible ese insecto ahora forma(ra) parte del texto mismo, como si ahora no sólo fuera un significado sino también un significante, una letra más si se quiere de un párrafo todavía por descifrar. De este modo, el acercamiento que se hace a ese mundo natural –justificación, creemos, del título a todas luces irónico del libro-, es un acercamiento cuando menos oblicuo, si es que no del todo diferido, a una naturaleza que está allí como una presencia (in)discutible, como un referente que debe ser construido en cada página donde se le re-presenta. Precisamente un análisis de esas estrategias de representación es lo que nos mueve a traer a colación algunos conceptos vertidos por Eduardo Milán (1994:105) en el siguiente párrafo, donde señala que

El mundo se ha vuelto desarmónico, áspero, intratable. Se ha vuelto
casi imposible. Pero, en medio de la conocida dialéctica entre poesía
y mundo, lo que importa hoy es el mundo. Y la pregunta es la siguiente: ¿cómo dar un mundo conflictuado a no más poder sin renunciar a la autonomía poética? La mímesis se pone hoy a la orden del día: elegir una norma, una media de la escritura y tratar de copiar metafóricamente el caos. Ésa sería una salida. Pero existe otra, más difícil, contradictoria y tal vez condenada por hybris: practicar una operación de disección de los mecanismos poéticos para tratar de ver qué es lo que realmente une a la poesía y el mundo. Esta última posibilidad responde a la convicción de que es necesario un careo mundo/poesía, un cara a cara para saber quién es quién (el subrayado es nuestro).

Esa es la disyuntiva que nos parece Leal ha enfrentado con éxito. En su anhelo de dar cuenta de una realidad contemporánea y elusiva, el autor se ha volcado sobre sus propios medios expresivos no para reflexionar solipsísticamente sobre ellos, sino para aquilatar su efectividad, para ver hasta donde pueden llegar en la tarea de poner en relación poesía y mundo, dichtung und warheit. Esto, que es en el fondo una investigación sobre la imposible arbitrariedad de la palabra poética, nos recuerda esas palabras de Valéry cuando afirmaba que “El poder del verso nace de la indefinible armonía que existe entre lo que dice y lo que es” .
La feliz arbitrariedad en la propuesta de Leal lo pone en consonancia (y también al margen, como veremos) de propuestas como la de Francine Masiello (2003:57), al plantear ésta que

(…) también se ofrece otro camino mediante el cual el poeta recurre a
la naturaleza para abrir una serie de interrogantes a propósito del paisaje
y la representación, sobre el paisaje como base de la experiencia de la
lectura, sobre una epistemología para vivir en el mundo.

Para esta ensayista, el diálogo entre naturaleza y poesía, si bien puede desestabilizar el tráfico de identidades que hoy son preocupación de la sociedad contemporánea, también es fuente –y en este punto sólo podemos manifestar nuestras dudas- de una “reivindicación de lo estable” (Masiello, 2003:59); con ello, esta autora busca encontrar en el mundo natural un resto arcaico o una referencia que se encontraría más allá del tiempo. Y aunque asegura que esto no se trata de una fe ciega en las capacidades representacionales del lenguaje, qué otra cosa si no es el esperar de una supuestamente nueva relación entre poesía y naturaleza, una resolución de conflictos que en la práctica continúan pendientes en el imaginario colectivo, como fue en el caso del larismo más ingenuo en Chile –del que hay que excluir a Teillier, a Barquero, a Cárdenas y Álvaro Ruiz, cuyas obras superan con mucho a la larga lista de imitadores que han sufrido-, que confundió muchas veces a la provincia con lo inmutable y la búsqueda del paraíso perdido con una obsesión por los orígenes que es la marca registrada del pensamiento reaccionario (Cioran:1992). Masiello ejemplifica con una serie de casos en los que las particularidades resistentes a la globalización, no son –en ningún caso- privativas de lo natural, sino en realidad parte de ese tejido social urbano y complejizado y en cierta medida refractario a estos estadios más recientes del neoliberalismo y su capital flotante.
El mismo tipo de argumentación sostiene Susan Stewart en su libro Poetry and the Fate of the Senses (The University of Chicago Press, 2002), al plantear que la experiencia sensorial en el Primer Mundo está en retirada, comparando al archivo de las formas poéticas con un archivo de las experiencias sensoriales perdidas. Para Stewart, la identidad que se establece entre poesía y experiencia real, entre lo poético como fuente de los sentidos, es uno de los últimos rezagos con que contamos en nuestros días marcados, más bien, por el dictum baudrillardiano, aunque esto no lo diga Stewart sino este seguro servidor. Lo que tampoco dice la autora de este libro es que, si esa pérdida afecta a los habitantes del Primer Mundo, se subentiende que en el mundo “todavía” en vías de desarrollo tales experiencias aún prevalecen y la posibilidad de conocer el mundo de primera mano seguiría siendo factible. Si estiramos un poco el argumento, esto es, si seguimos con su misma lógica, ¿para qué, entonces, la poesía en eso que no es el Primer Mundo, ese Tercer Mundo donde la ausencia de estas reificaciones no harían necesario su archivo? ¿para qué la palabra poética –que Stewart la entiende como el remanso impoluto de la sensibilidad y la inmediatez, si éstas se encuentran todavía en el contacto “directo” con la realidad?
Uno tendría que responderse que 1) así se entiende que, para muchos lectores europeos y norteamericanos, Neruda haya sido más americano que Borges y 2) la ola imparable de la globalización hace estéril estas disquisiciones, en la medida en que este fenómeno ha hecho de la expansión de su modelo económico y tecnológico un proceso que fundamentalmente no distingue entre países pertenecientes o no a ese Primer Mundo, hegemonizando vastas áreas que no forman parte de este último, por lo cual las mismas consecuencias, con los matices obvios de cada caso, se aplican en uno u otro caso.
Volviendo, para cerrar, a Guillermo Sucre: creemos que Leal forma parte de un discurso más amplio que clausura, tal vez no de manera definitiva, pero de cualquier forma contundente, esa propuesta de hacer un inventario de la realidad latinoamericana, para en su lugar inventarla a través de la palabra poética. El modo en que esto se asume en Naturalismo es el de una palabra heredera de cierto objetivismo traducido a la experiencia de un hablante que pone entre paréntesis los plenos poderes de la mirada y la escritura, dando paso a una pregunta no sólo por lo representado, sino también sobre las posibilidades de una tal representación.



Cristián Gómez O.



NOTAS

Rafael Courtoisie, ese notable poeta uruguayo, decía en la contraportada de Insectos que “La micrología propuesta por (…) Leal en este deslumbrante libro (cuyo aparente orden alfabético a la vez oculta y exhibe una realidad inaprensible puesta en discurso) no es la del entomólogo mesurado y gris sino la del creador de mundos, la de un inquieto “star maker” que logra hacer patente la enormidad de lo pequeño. Un hacedor, en suma, que para conmover y, sobre todo, para “hacer ver” al lector, emplea dos herramientas fundamentales: una escritura precisa y la vehemencia reveladora de una pasión pura” (2005).
Cabe asimismo agregar que también hay poemas de Vecindario incluidos en el libro que hoy reseñamos.
2 Con “lefevreanos”, Gomes refiere a los puntos de vista de Henri Lefebvre, cuando este señala que “El espacio no es un objeto científico ajeno a la ideología o la política” (1976:31). Para ampliar este punto: Gomes se hace eco en este ensayo de las afirmaciones vertidas por Guillermo Sucre en el libro arriba citado, cuando éste plantea que el carácter supuestamente representativo del arte latinoamericano ha terminado por jugarle en contra. La pasión adánica por nombrar para que sean los elementos del nuevo continente (¿pero nuevo todavía, después de más de quinientos años de ingreso a la historia occidental?, para no contar la larga historia precolombina, que haría imposible el recuento), ha llevado a cierta zona de nuestra poesía a satisfacer la demanda de diferencia o exotismo que otros ojos exigirían de nosotros, lo cual discutiblemente puede asumirse como una literatura latinoamericana. Sucre recurre a un ejemplo contundente: es cierto que en Chocano hay muchos más indígenas que en Vallejo, pero nadie podría argumentar a favor de la vigencia del primero en comparación con el segundo, ni menos negar la vivencia profunda y no meramente pintoresca de lo racial, por parte de este último (sic).
3 Citado por Auden (1999), en su “Hacer, conocer, juzgar”. El mismo Auden señala lo siguiente: “El lenguaje es prosaico hasta el extremo de que ´No importa qué palabra se asocia con qué idea, siempre y cuando la asociación realizada sea permanente´. El lenguaje es poético en el grado en que esta asociación sí llega a importar”.





REFERENCIAS

Leal, Francisco.(2006). Naturalismo. Santiago. Cuarto Propio.
___________. (2005). Insectos. Montevideo. Artefato.
___________. (2003). Vecindario. Santiago. Red Internacional del Libro.
Sucre, Guillermo. (1975). La máscara, la transparencia. Caracas. Monte Ávila editores.
Neruda, Pablo. (1986). Canto general. Barcelona. Bruguera.
Gomes, Miguel. (2003). Poesía transterritorial: capitalismo y “Mundo imaginado” en la literatura venezolana reciente. Revista de Crítica Literaria latinoamericana. N° 58: 255-273.
Lefebvre, Henri. (1998). The Production of Space. Traducido por D. Nicholson-Smith. Oxford. Blackwell.
Milán. Eduardo. (1994). Resistir. Insistencias sobre el presente poético. México D.F., Dirección General de Publicaciones, Conaculta.
Auden, Wystan H. (1999). La mano del teñidor. Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora.
Masiello, Francine. (2003). La naturaleza de la poesía. Revista de Crítica Literaria latinoamericana. N° 58: 57-77.
Cioran, E.M. (1992). Ejercicios de admiración. Barcelona. Tusquets.
Stewart, Susan. (2002). Poetry and the Fate of the Senses. Chicago. The University of Chicago Press.

viernes, 20 de abril de 2007

Poemas cesantes, de Raúl Hernández (Santiago: La Calabaza del Diablo. 2005)




En un Chile aún regido por muchachos de la costa este, doctorados en Harvard y por lo general muy buen compuestos, tipo Andrés Velasco y antaño el “Nico” Eyzaguirre, el discurso que nos pueda presentar un libro como el de Raúl Hernández no deja de tener resonancia.
Sacarse de abajo de la manga esta manga de poemas precisos, afilados como una cuchilla y desembozadamente deudores de cierta poesía objetivista, justo cuando temas como la pobreza dura y la requisitoria social quieren ser reemplazados por una agenda esgrimida como anti-academicista cuando es precisamente la más academicista de todas –una crítica seudo-deleuziana y autoproclamadamente minoritaria, muchas veces con amplio apoyo institucional–, no es sólo remar contra la corriente y arriesgarse y ser tildado de obsoleto, sino que también implica una alta dosis de apego a una poética que se delinea prístina en ese poema que refiere su propio acto de escritura:

Corriges por enésima vez
el poema que te obsesiona

pero en el fondo
frustradamente
admites la nostalgia
por la pureza del descuido.

Claro que, conviene señalarlo desde un principio, este libro poco y nada tiene que ver con desentrañar el patio trasero de la escritura o el significado de su experiencia. Por el contrario: la poética de Hernández no se inclina por la figura del testigo, pero tampoco por la del cronista, sino por la de un fotógrafo –cesante-, que sin rasgos de autocomplacencia da cuenta de lo insatisfactoria de su situación, que no es sólo su situación. Esto, por si no quedara claro desde el título del conjunto, se repite a lo largo de todo el libro, porque incluso si consideramos que todos los poemas están dirigidos a un tú, una segunda persona que es el verdadero protagonista de lo representado en el libro, pese a esto queda claro que el énfasis de estos poemas cesantes va por el lado de una experiencia colectiva, una experiencia común a otros de los que el hablante sólo es cifra o portavoz (no muy) privilegiado.
Hay varias cosas, entonces, que quisiera destacar en este libro: volver a poner en el mapa de la poesía chilena, como dijimos más arriba, la palabra pobreza, pero a través de una poesía especialmente pobre, desnuda, realista, si es que cabe aquí esta palabra. Segundo, y ligado lo anterior: el uso de los espacios (citadinos) como categoría decisiva para la lectura del poema, en vez de una matriz de sentido centrada en el tiempo. El cesante habita esta ciudad, hace de ella parte inherente de su visión: interiores de bar, la Avenida Santa Rosa, Santiago Centro, algunos sectores del litoral central. Sobresale entonces una mirada que acentúa el atrincheramiento en lo local, la certeza de que los lugares propios son lo que hay que defender. Incluso si se trata de escenas provenientes del transporte colectivo –léase micros, previas, en todo caso, al Transantiago-, el hablante abunda en una mirada familiar de hechos que tienen un innegable aire familiar para sus lectores.
Con este libro ocurre algo que no deja de ser elocuente: en la subrepticia batalla por la representación que se juega en sus páginas, este libro (y otros como él) quedan al margen de los avatares que sí experimentan otras obras que se ven arrastradas por la corriente de la mercadotecnia. Muchas obras, especialmente ponderadas por la crítica, en especial por aquella con una agenda marcada por lo minoritario, intentan hacer una representación efectiva de lo popular como una forma de oponerse a las exigencias homogeneizantes del mercado; sin embargo, lo único que han conseguido, es satisfacer la demanda del mercado por lo exótico o la diferencia. A este respecto, Francine Masiello anota que:

(Este) dilema nos obliga a reconsiderar la validez de los conceptos
de cultura que solemos utilizar y la limitación de los lenguajes con que
contamos para dialogar con los otros; nos muestra el modo en que la
literatura articula una crisis en nuestra comprensión de lo “real”. El
proyecto asumido por estos escritores no es el de representar una
alegoría del neoliberalismo, sino el exponer las posibilidades de lenguajes
alternativos que se nutran de la materialidad de la voz popular
(Masiello, 39).

El libro de Hernández (junto a los de Yuri Pérez, Urriola, V.H. Díaz y Germán Carrasco, entre otros), ni siquiera es plausible de correr esa suerte. Está en un estadio anterior, en lo que se refiere a su radio de circulación. Su representación de lo popular no corre el peligro de entrar en contacto con ningún mercado; más bien se mantiene, literalmente, al margen, fuera de una hipotética cadena de consumo, donde no existe la mediación de una crítica que el domingo después de aparecido el libro, lo coloque en un altar o lo arroje allí en la hoguera, pero ubicándolo, de cualquier modo, ante los ojos de un también hipotético lector. Este limbo en que sobrevive un libro que a la vez está publicado, i.e., que ya es de dominio “público”, aun cuando se mantiene en un ámbito que todavía tiene mucho de privado, no debe ser sólo motivo de nuestras quejas. Antes que arrojarnos al muro de los lamentos, es preferible operar con los datos desnudos de la realidad: la marcada preferencia por afincarse en un universo local, el organillero en la plaza, los cabros en el pool, su apego a un verso fragmentario y escueto, que habla tanto por lo que no dice como por lo que dice, no implica una atomización de la experiencia, no es sinónimo de que lo representado sea la postal de un destino exótico y lejano, sino de las exclusiones patentes a causa del sistema neoliberal, y también de las fuerzas contrahegemónicas opuestas a él. Aun más, como ya hemos señalado con anterioridad, se podría suponer en el hablante de este libro un deseo de trascendencia, en tanto las condiciones propias de su existencia son las que implícitamente se deploran tanto en los silencios que ofrece la delgadez del volumen y la concisión de los versos, como en lo que se explícita en su discurso. Aunque no se le nombre por ninguna parte, es por contraste que estos Poemas cesantes son una requisitoria contra el Chile de hoy, contra su desigual distribución del ingreso y su afán permanente de pasarela.
Si Héctor Figueroa le endilga un linaje literario a Raúl Hernández, emparentándolo con el objetivismo yanqui y dentro de la fauna chilena con Uribe, Millán y Bertoni, creemos que Hernández es, en realidad, heredero de esa poesía comprometida de los ochenta, esa que a propósito de la dictadura pinochetista escribió lo mejor y lo peor de su producción, donde algunos de los nombres que se vienen a la memoria son los de Jorge Montealegre, Esteban Navarro, cierto Memet, pero todos ellos a través del cedazo de un José Ángel Cuevas que aprendió la lección de Millán. Esto se trata, como queda claro, de especulación pura, pero creemos que la afinidad con Cuevas pasa tanto por un nivel ideológico como por un nivel escritural, contraparte inherente e indistinguible: de acuerdo a lo expresado por Oscar Galindo, con José Ángel Cuevas ya no existe

riesgo de caer en el exotismo, de celebrar la otredad de lo popular
como signo distintivo de una clase o nación, pues su carácter periférico y degradado convierte su poesía en un contradiscurso de lo popular, aunque desde la nostalgia de su participación.

Y más adelante agrega:

(…) la poesía de Cuevas representa uno de los intentos
más recientes de establecer un discurso que dialogue
con los sueños de transformación de la realidad
alimentados por la política y por el arte como compromiso.
Su poesía se sitúa precisamente en esta encrucijada,
pues, por un lado, se construye como la exposición del
fracaso de este proyecto, pero al mismo tiempo es imposible
no advertir en ella un carácter propositito en tanto la
crítica del presente se convierte en una de sus señas de identidad
(Galindo, 204).

Estas palabras podrían aplicarse en su totalidad a la escritura de Hernández, con el único matiz de que hoy se abandona la política más militante, por obra y gracia del desencanto y la profesionalización del discurso político, para asumir una relación entre poesía y política marcada por signos de una interrogación permanente, en lugar de un triunfalismo que hoy resultaría extraño y/o de un tono testimonial que tampoco, al parecer, es capaz de dar cuenta de lo que Raúl Hernández quiere dar cuenta.
Para terminar, quisiera volver brevemente sobre uno de los poemas (página 13) que me parece de los más destacados del conjunto. Me refiero a ese que describe al típico cesante buscando salir de su situación, con un diario en una mano y en la otra un lápiz para subrayar aquellas posibles ofertas con las que su perfil calzaría. El poema se cierra con estos dos versos:

Es un trabajo sucio
pero alguien tiene que hacerlo.

La indesmentible potencia de estos versos radica, evidentemente, en su elipsis. “El trabajo sucio”, frase polisémica, puede referir tanto al anuncio de trabajo que aparece en el diario y que el cesante subraya, tanto como a la acción misma de estar con el diario en la mano subrayando esos anuncios. La doble significación que involucran estas líneas es la misma que recorre de punta acabo el poemario. El menos es más del que se vale Hernández no tiene sólo que ver con una opción poética por la concisión (lo cual, visto este libro en el horizonte de los otros conjuntos publicados por otros poetas de la misma hornada, no es un dato menor), sino con una postura crítica que Hernández sostiene a lo largo de todo el libro: en lugar de un sumo sacerdote de la intelligentsia, disertando en torno a los males de Chile (figura que sospechosamente se reedita cada cierto tiempo en nuestra literatura), aquí el que habla es un igual para sus iguales, con quienes comparte no sólo estos fragmentos de un mundo, sino también la interpretación crítica de ese mundo.


Cristián Gómez O.




Referencias


Hernández, Raúl. Poemas cesantes. Santiago: La Calabaza del Diablo. 2005.
Masiello, Francine. El arte de la transición. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma. 2001.
Galindo, Oscar. “Marginalidad, subjetividad y testimonio en la poesía chilena de fin de siglo”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. N° 58 (2003): 193-213.

domingo, 11 de febrero de 2007

Naranjas de medianoche, de María Inés Zaldívar (Tácitas, Stgo., 2006)


De los varios registros que maneja María Inés Zaldívar en este libro, tal vez si el que llama más la atención, sea aquel por el cual la descripción más o menos minuciosa de un mundo físico –referencial, las más de las veces, aunque no se trate aquí de meras descripciones- ponga ante los ojos del lector la representación de ese objeto referido, la sensación que eventualmente produciría si nos topáramos con él. No es poca hazaña si se piensa que Zaldívar escribe en una época que rehúye la representación o, si se quiere, la mediatiza a más no poder. Desconfiados de sus capacidades, los poetas no han dado un paso en falso, pero sí uno hacia atrás, imbuidos de una especie de (creemos) saludable pudor que refrena el ataque sin rodeos de la cosa, por otro que sin bien no rehúye su objeto, también da cuenta del proceso de su representación. Zaldívar no. La tramoya aquí permanece en su lugar y en cambio tenemos el despliegue feliz de zarzamoras, bolsas pletóricas de alcachofas, naranjos, rosas y espinas que se toman el foco del poema. Para fortuna de lectores, Zaldívar no quiere pasarse de lista y el muestrario vegetal de estas páginas, da literalmente sus frutos sin desatender la experiencia que de ellos y con ellos se pueda extraer. Los ciclos de la naturaleza, al parecer, tienen su eco en el quehacer humano y estos polos no constituyen mundos ajenos. Aunque tenga poco que ver con lo que usualmente se entiende por poesía lárica, hay en este libro de Zaldívar un goce con la humildad de las cosas que es difícil de soslayar. Bolsas de malla, de esas que antiguamente se usaban para ir a la feria, protagonizan, llenas de alcachofas, un poema. Un terminal de buses en Rosario es el escenario perfecto donde las mujeres que allí habitan se identifican con el mundo físico: la familia, asimismo, está pendiente de la caída nocturna de las naranjas, esas que a medianoche –aparte de darle el título al libro- interrumpen subrepticiamente la tranquilidad familiar. La madurez del fruto es un presagio sutil de la muerte o del carácter inexorable de ésta. Pero esto, más que asumirse trágicamente, más bien parece parte del paisaje. Para mayores antecedentes, no está demás leer esta estrofa del primer poema del libro, “Sentarse, tomar el lápiz, escribir”:

Llorar de frío o de calor, no de sobresalto
Respirar, con cierta naturalidad, respirar
Transitando sobre las horas con el corazón acompasado
Entrar en la noche como el sol en alta mar
Dormirse al son de ruidos familiares
Despertando sin necesidad de tomar el antídoto
Para el veneno que trae el nuevo día.

Si es cierta la afirmación de Bourdieu, según la cual las producciones culturales son un “mundo económico al revés”, entonces creo que el afán de Zaldívar es el de aventurarse a una crítica oblicua, una crítica por omisión del Chile contemporáneo. Y lo hace a través de la creación de este espacio cuya ruralidad es más bien imaginaria o, por lo menos, intencional: no vemos un retorno a ninguna parte, ni a una edad de oro ni a un paraíso perdido, sino un espacio cruzado por las tensiones de una amenaza externa, un afuera que percibido como peligro invita, en consecuencia, a inventar un topos nuevo y a reinventar otros previos, dentro de cuyos límites la amenaza previamente descrita se morigera o aplaza. Pero no necesariamente se diluye. No está demás decir, también, que este espacio tiene una significación ideológica que no es posible pasar por alto, a riesgo de terminar escribiendo una crítica sospechosa e interesadamente cómplice. Aquí nos colgamos de la definición negativa de espacio que tiene Henri Lefebvre:

El espacio no es un objeto científico ajeno a la ideología o la política; ha sido siempre político y estratégico. Si tiene un aire neutral y de in- diferencia por sus contenidos, lo que lo hace parecer tan sólo “formal”, epítome de abstracción racional, es precisamente porque se lo ha ocupado y usado (1976:31)[1]

De hecho, son varios los textos de este conjunto que trabajan sobre la presunción de un adentro y un afuera (sin ir más lejos: el mismo libro está dividido en dos partes, de títulos sintomáticos, En tierra y Rodando), a saber: “Visita”, “Mampara”, “Naranjas en la noche”, “Paseo entre los árboles”, “Primavera en Rosario”, “Réquiem porteño”, “La esquina del monasterio” y “El portón”, textos pertenecientes tanto a la primera como a la segunda parte. En esta última, sobre todo, se recalca la presencia de un límite, en cuyo traspaso se arriesga el fin del sujeto como entidad independiente. La relación dialéctica entre sociedad y espacio, o entre la(s) representación(es) que se hace de éste la primera, nos hace preguntarnos por la alternativa de Zaldívar en medio de una sociedad como la chilena, ahora recién comenzado el siglo XXI, donde se supone –recalquemos esto último- que las fronteras territoriales se han diluido o por lo menos atenuado en su condición de marcos simbólicos. Aunque esta discusión no sería breve, vale la pena tener presente –como si de una especie de mantra se tratara- que los espacios o territorios aquí aludidos son fundamentalmente universos simbólicos, más allá de las comunidades imaginarias de las que hablara B. Anderson, pero sin dejar de lado por completo su realidad geográfica. En el estado actual de nuestras sociedades capitalistas, la simultaneidad de las tecnologías no ha logrado (y tal vez ni siquiera se cuente entre sus propósitos) borrar las fronteras que nos dividen, nacionales o no. Así se entienden entonces que, por ejemplo, en un poema como “Rosa Espinosa”, el atributo de la rosa, i.e., tener espinas, pase de adjetivo a convertirse en apellido, de espinosa pase a “Espinoza”, rosa y personaje mimetizándose, del mismo modo como le ocurre a la voz que, en “Réquiem porteño”, describe el estilo arquitectónico de una plaza, las tiendas sin clientes y el paisaje de la polis al atardecer –en una ciudad que suponemos es Buenos Aires, aunque más bien el hablante del poema la mantenga intencionalmente en el anonimato-, para terminar asumiendo los mismos rasgos de la urbe que está mirando. La mirada, en este y otros poemas, se ejerce como una forma de establecer una distancia con lo mirado. Pero los que hemos vivido en la ciudad paranoica y contemporánea, también sabemos que la mirada toma forma de vigilancia y control, de esas cámaras adosadas en las alturas que aquí, en las páginas de este libro, se transforman en las “diferentes cúpulas que coronan/ las inquietantes torres de esta esquina”. No puedo evitar recordar otro caso –Multicancha (El billar de Lucrecia, 2006, México), de Germán Carrasco-, que en una vertiente particularmente virulenta, también toca con pericia y agudeza –además de cierta mala leche- el tema de esos espacios otrora públicos y hoy enrejados/confiscados para su utilización colectiva. Por su parte, María Inés Zaldívar prefiere menos la frontalidad que la sutileza y más un tratamiento del poema que no lo confine a una palabra contingente. Aun más: lo que hace Naranjas de Medianoche tiene que ver con una reflexión sobre el habitar del hombre en los espacios que le toca habitar y los límites que a estos amenazan. En uno de sus ensayos sobre Holdërlin, Martin Heidegger desarrolla la idea del verdadero significado de habitar en el mundo, partiendo del aserto del poeta alemán que reza “Lleno de méritos, sin embargo poéticamente, habita el hombre en esta tierra”. Aunque no es el lugar para extenderme sobre el pensamiento heideggeriano –ni cuento con los elementos para hacerlo-, sí quisiera resaltar el argumento de Heidegger según el cual no existe ninguna contradicción entre habitar (en este mundo) y hacerlo de una manera “poética”. El filósofo se hace cargo desde un principio de lo que parecen dos términos irreconciliables, tales como vivir en este mundo y hacerlo poéticamente, ya que este último término estaría asociado con ensoñaciones e idealizaciones ociosas que no tendrían nada que ver en un mundo cuyo lema es el de la velocidad y la eficiencia. Sin embargo, dice Heidegger, tal contradicción no existe, en tanto consideremos el habitar y el poetizar en su esencia, i.e., considerándolos en su relación fundamental con el lenguaje, que es de donde el hombre obtiene sus nociones de la poesía y del habitar, no como un lugar donde vivir, no una residencia, sino como una forma de medirse con la divinidad, que es, según Heidegger, precisamente aquello que carece de medida. Poetizar es medir, nos dice Heidegger, pero no habla ni de planos ni de números, sino de tomar-una-medida, lo cual es la construcción inaugural, ergo el poetizar es “es lo primero que deja entrar el habitar del hombre en su esencia. El poetizar es el originario dejar habitar”.La vida del hombre, escribe Holdërlin, es una vida que habita[2]. Desde esta perspectiva, mientras más deje hablar al lenguaje y menos trate de hablar en su lugar, más “poético” y libre y flexible será la escritura de tal poeta. Y, volviendo ahora a Zaldívar, creo que éste es el mayor logro en este libro: haber alcanzado no tanto una expresión personal, una puesta por escrito de una subjetividad, como el haber reflexionado con agudeza –pero sin trazos de brocha gorda- sobre los espacios que hoy hemos creado y los límites que les hemos impuesto. Como para refrendar lo dicho, Zaldívar cierra este conjunto con la siguiente estrofa que pone de manifiesto esa convivencia para nada pacífica entre un adentro y un afuera que en la negociación de sus fronteras, se juegan mucho más que la simple delimitación de una frontera, sino por sobre todo los imaginarios simbólicos que estas involucran:

Se nos viene encima,
de nuevo
se nos viene encima
encima
frágil hoja quebradiza
pedazo de otoño rojeando
en la caída
crujiendo cascarina
bajo la muela de la suela
del cerrado zapato protector
que camina hacia el portón
que espera paciente y cerrado
al final del camino.


Cristián Gómez O.

Notas

[1] Debo todos los conceptos sobre especialidad e ideología al ensayo de Miguel Gomes, Poesía transterritorial: capitalismo y “mundo imaginado” en la literatura venezolana reciente, en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, año XXIX, n° 58, Lima-Hanover, 2do. semestre del 2003.
[2] Todas las referencias a este artículo de Heidegger (y las citas de Holdërlin) están tomadas de Heidegger, Martin. Traducción de Eustaquio Barjau, Conferencias y artículos, Serbal, Barcelona, España. 1994.

Peces de colores (David Bustos, Lom ediciones, 2006)


Ya Ramón Díaz Eterovic llamaba la atención hace poco sobre el rigor y la intensidad con que David Bustos se tomaba su empresa poética. Y se escribe como se vive, solía decir, si no me equivoco, Enrique Lihn. Comentar entonces el tercer libro de Bustos –lo preceden Nadie lee del otro lado (2001) y Zen para peatones (2004)- supone meternos en un volumen que asume su tarea como si en ello el hablante se jugara la vida. Pruebas de ello están esparcidas a todo lo largo del texto y traerlas a colación aquí sería un ejercicio ocioso de no ser porque también tenemos que lidiar con la desconfianza del lector contemporáneo. Citamos entonces sólo una de las pruebas del caso para refrendar lo dicho: Para matar este tiempo es que hemos tartamudeado de esta forma y hundido la navaja más allá de su filo. No sería difícil recorrer de punta a cabo el conjunto de Bustos con la premisa en mente de que estos poemas quieren llamarnos la atención sobre los voladores de luces del espectáculo social[1], sobre esos peces de colores –y ciegos- que deambulan por la pecera, i.e., de poner el dedo en la llaga sobre los vicios del mundo moderno –y más específicamente- sobre el estado actual de nuestra sociedad, donde el presente fragmentario se contrasta con el sentido de totalidad –efectiva o no, pero que aun así funciona como subtexto de la lectura- que podía exhibir el pasado. “Escenas de familia” es de seguro el mejor ejemplo de esto, donde la metonimia de la cena familiar reemplaza toda la conformación de la subjetividad del hablante, que dicho sea de paso, es la que recorre de principio a fin este conjunto (la nota de Alexis Figueroa sobre Peces de colores ofrece más luces sobre este último tema en particular[2]). Pero este libro no invita a una lectura por separado de los poemas, sino más bien a considerarlos como una especie de narrativa breve pero efectiva y no efectista, donde cada poema no logra su sentido por sí mismo sino que se concluye, si es que concluye, en la lectura de los que lo preceden o lo siguen, ya sea inmediatamente o a posteriori. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el ya mencionado “Escenas de familia”, que no puede entenderse separado de otros textos como “:Si todo lo triste es bello” o “Aves paranoicas”, sin mencionar toda la serie que gira en torno a la imagen –y sus variaciones- de los peces de colores. Es precisamente este motivo –palabra fetiche de alguna crítica de antaño que no dejaba de contar con muchos aciertos- el que, por razones obvias, resulta preponderante en el total de la obra. Portada y título del libro apuntan hacia allí, así como una serie de poemas que giran en torno al eje verdad y mentira, lo profundo v/s lo superficial, lo que en suma realmente importa en contraste con aquello que no. De aquí surge lo que Díaz Eterovic señala como “una feroz crítica a la sociedad que nos cobija o nos da de puntapiés, y una aproximación a la manera como el poeta, desde su oficio y su conciencia, interviene en el mundo que habita. Aunque en estos tiempos la expresión está algo acorralada, me atrevo a decir que la suya es una poesía con claro acento social, en el sentido de voz de la tribu, del testigo que nos interpreta y nos hace mirar a nuestro alrededor de una manera más lúcida, menos ingenua y conformista”[3]. Más lúcidos sí, menos ingenuos y menos conformistas también; sin embargo, creo que la virtud del libro de Bustos, la gran virtud del libro de Bustos, es –precisamente- lo contrario a lo que indica Díaz Eterovic. Si bien es correcto decir que en este libro se deja ver “una crítica a la sociedad”, no menos cierto es el hecho de que tal crítica se desliza de una manera más bien oblicua, tangencial, o para decirlo de otra manera: tal como lo plantea Francisca Lange en el prólogo a su antología recientemente publicada, “pareciera que el hecho político, lo profundo y lo contingente, sólo existiría mediante la frontalidad; da la impresión de que muchos de estos poetas han sido leídos superficialmente, evidenciando la necesidad de construir una crítica académica y periodística sobre el tema que hasta el momento presenta sólo precarias excepciones. Lo político se manifiesta tanto en la escritura como en los modos de pensar la experiencia y lo literario, articulando espacios estéticos enfrentados a la memoria, propia y colectiva. Quienes utilizan la palabra poética han dado espacio a imágenes rescatadas y creadas desde, contra y a espaldas de ese contexto cultural e histórico, creándose un lenguaje que ha invertido llantos, transformándolos en otro discurso” [4]. El punto es, entonces, que nos parece más adecuado suponer en Bustos un afán por reseñar la sociedad chilena contemporánea no a través de una representación confrontacional, donde buenos y malos estarían identificados a priori. Sería demasiado fácil, sería demasiado simple y, además, sería lisa y llanamente hacerle el juego a ese mismo sistema que se pretende criticar: porque dado el estado actual de nuestro statu quo, toda democracia neoliberal acepta, e incluso fomenta, actitudes y visiones disidentes como parte del juego representacional de la democracia. Si todos pueden dar cuenta de sus puntos de vista, por muy críticos que sean del sistema, éste en el global se justifica. Este tipo de críticas, entonces, como la que cree ver Díaz Eterovic (lector, por lo demás, siempre inteligente y generoso), son las que están admitidas dentro de las reglas del juego. Y, por lo tanto, su capacidad crítica es prácticamente nula, o un mero saludo a la bandera. Esto es una parodia de la rebeldía que no hace sino describir en cuerpo y alma las rebeldías que el mismo sistema ampara, que son parte de la lógica cultural del sistema. Sería, dentro de este circuito, nada más que capital cultural que se acumula y que se transforma, todavía dentro de ese mismo sistema al que hemos aludido, en mercancía y en ganancia, transable a fin de cuentas en un mercado de bienes simbólicos (que operan como solución a las contradicciones sociales que imperan en la realidad). Mutatis mutandis, esto sería lo que ocurre, por ejemplo, con los académicos de izquierda y toda su corrección política, que trabaja como una pieza más de una maquinaria muy bien ajustada de consumo universitario y cultural. La producción de conocimiento es otra forma de activismo político, se dice. Claro, pero ese conocimiento que se produce va a parar no más allá de los márgenes del modelo que se critica, entrando a formar parte de un círculo vicioso y, en apariencia, inevitable. Pero, visto desde otra perspectiva, tal vez la crítica que sí se trasluce en la poesía de Bustos es una que, en lugar de irse de cabeza contra la muralla, creemos que se ve a sí misma transitando por el camino de las incertidumbres. Un buen índice de esto podría ser el mismo epígrafe que inaugura el libro: “Quizás nada sea cierto. Pero todo es real”. De alguna manera, esto parece una marca de fábrica de Bustos, porque ya habíamos comentado al respecto en el postfacio de su libro anterior, Zen para peatones. Allí poníamos de relieve la reflexión que lleva a cabo el poeta al escribir que “Lo real ha invadido lo real”, verso que pareciera hacer referencia al diagnóstico de Baudrillard en torno al mundo virtual y su (escaso) anclaje en la porfía de los hechos: “if the Real is disappearing, it is not because of a lack of it-on the contrary, there is too much of it. It is the excess of reality that puts an end to reality, just as the excess of information puts an end to information”[5]. Los signos que se han vuelto indescifrables de una época que se ha vuelto indescifrable: he allí de lo que habla, pienso, este tercer libro de Bustos. Si un poema es siempre algo más que la Historia dentro de la que nace, como suele insistir Octavio Paz, igualmente cierto es el hecho de que es capaz de trascenderla gracias a esa misma historia y que ella es su condición sine qua non. Esto es lo mismo que decir que Bustos no se hace el loco con aquello que lo rodea, pero tampoco se le olvida que el poema es un artefacto verbal que no comunica mensaje alguno que no sea el poema mismo: ni sermón ni prédica, ni cátedra ni consigna, sino todos ellos y ninguno a la vez, el poema, como bien lo sabe el autor de estos Peces de colores, es una opacidad expresiva que llama antes la atención sobre su batalla representacional que acerca de lo supuestamente representado: Mover la mano en la pecera no quiere decir atrapar un pez si se advierte y sabe de ante mano que la esquiva representación flota dentro de un signo zodiacal por ejemplo un pez frente a otro pez no logran verse a los ojos. Y ojo que el autor abunda sobre el tema. La súbita desesperación por querer ver bajo el agua, que se confunde con el deseo de quebrar derechamente la pecera, concluye junto con el poemario en la insoportable visión de la pecera rota. Lo real que invade lo real. El género humano no puede soportar mucha realidad, Eliot dixit. Bustos, por su parte, se conforma con hacer notar su carácter inasible, que no es poco. Y si de correspondencias se trata, el referente de Peces de colores, en suma, creemos que es uno de variados grises, más que uno teñido de blanco y negro. Enclavado o extraviado en medio de un país en transición o con ansias de abandonar la transición –así lo proclaman, al menos, no pocas voces, a propósito del fallecimiento de Pinochet-, donde las señales de tal proceso distan de ser unívocas, el texto de Bustos se encarga `precisamente de dar cuenta de esas ambigüedades, como si su labor fuera más que la de un espectador ante los hechos, la de un testigo implicado en lo que narra. La amplia bibliografía que pretende poner en relación Literatura y Sociedad –así, con mayúsculas, porque generalmente a los más sesudos les gusta hablar claro y golpear la mesa-, pone un mayor o un menor énfasis en la sumisión de la obra al ejercicio del poder político –Paz- o busca desentrañar el tejido con que la obra conjuga o trata de conjugar “una noción de objetividad que no excluya, como material de desecho, la ‘subjetividad inmediata’, no sólo justificable en ciertas coyunturas históricas como las que vivió el surrealismo, sino fuente permanente de investigación poética de lo real, como se quiera que aquí es donde se trata de ‘liberar al hombre de sí mismo’, antes o después o por encima del problema social”[6].
[1] Se podría, en otra ocasión, ya que el espacio de esta reseña no alcanza para ello, ahondar en la crítica del carácter performativo de la sociedad que se hace en estos poemas, a su condición de simulacro y virtualidad.
[2] Figueroa, Alexis. “Una lectura de Peces de colores”. En Proyecto Patrimonio,
[3] Díaz Eterovic, Ramón. “Peces de colores, de David Bustos”. Presentación del libro en el restorán Rapa Nui, Viernes 14 de Julio del 2006. En Proyecto Patrimonio,
[4] Lange Valdés, Francisca (compiladora). Diecinueve (poetas chilenos de los noventa). J.C. Sáez editor. Stgo., Chile. 2006. Dicho sea de paso, aun no logramos explicarnos, aunque nada le agregue a la discusión, la ausencia de la poesía de Bustos en este libro.
[5] Baudrillard, Jean. The Vital Illusion. Columbia University Press, the Wellek Library Lectures. New York, 2000).
[6] “Definición de un poeta”, en El circo en llamas. Lihn, Enrique. Edición de Germán Marín. Lom ediciones, col. Texto sobre texto. Stgo., Chile. 1997.

domingo, 4 de febrero de 2007

Inicio y razón de ser


Aquí pretendo publicar, con la periodicidad que me sea posible, pero ojalá con una frecuencia quincenal, algunas reseñas que me interesa escribir sobre lo que está pasando en Chile y otros lugares. No creo mucho en la manía de estar al día, ni tampoco en eso de leerlo todo, trasunto de cierta histeria antes que de otra cosa. Pero, siempre y cuando mis condiciones de vida -léase trabajo, hijas, etc.- me lo permitan, la idea es tomarle el pulso a ciertos libros y preguntarnos no sólo qué y por qué leemos, sino también cómo (en la cama, en la micro, en el baño, caminando incluso). Los comentarios, que espero se transformen en un foro, aceptarán opiniones tanto sobre el libro reseñado como sobre la reseña misma. Sin embargo, debido a experiencias previas, la moderación de comentarios estará habilitada, so as to este seguro servidor pueda ver si hay comentarios ya sea ofensivos, neurasténicos, gratuitamente biliosos o que simplemente no guarden relación con el tema. Todos ustedes son bienvenidos.